Por chatbot451
Hoy he venido a hablarles de un libro; mejor dicho, de un nuevo tipo de libros… contables. Un asunto que no parece ofrecer un gran atractivo, soy consciente; entendería que huyesen en este mismo instante. Aunque también pueden aprovechar la ocasión que les brinda EyB para adentrarse en terrenos tan ásperos porque ustedes quizás no estén al tanto, y vivan felices y despreocupados, pero muchos apóstoles de la innovación aseguran que dentro de unos años en esos libros se registrarán sus operaciones financieras, sus historiales clínicos, la traza de los alimentos que han comprado en el supermercado, su discoteca de raperos y traperos, su pinacoteca de arte digital. En suma, serán el testigo permanente, el rastro, de sus actividades, sus datos y sus bienes digitales.
De hecho, esos libros contables ya se están utilizando con gran éxito de crítica y público en algunos territorios avanzados de la Red. Todos están redactados en una neoescritura tecnológica y su soporte electrónico llamado «blockchain» o «cadena de bloques». Puede que ustedes ya hayan oído hablar del invento a través del mercado digital que lo popularizó, el de la criptomoneda Bitcoin, pero su uso va mucho más allá de ese caso particular. Es tal la expansión del fenómeno que muchas empresas andan ya a la caza y captura de los peritos en este nuevo saber. Pero tan altas expectativas también generan escepticismo e inquietudes bien fundadas. Merece la pena que dediquen unos minutos a conocer qué hay detrás, cómo funciona y cuáles son sus limitaciones.
En los nuevos cantares de gesta de la Red es costumbre empezar los relatos sobre los libros contables del siglo XXI por un personaje peculiar y remoto, y yo no voy a desafiar las tradiciones de la nueva épica digital. Les presento a Kushim. Si ustedes han leído «Sapiens: de animales a dioses» de Yuval Harari, ya saben de quién les hablo. Estamos hacia el 3000 a. C. en Uruk, una ciudad sumeria a orillas del curso bajo del Éufrates. Kushim, un funcionario, graba en una tablilla de arcilla la recepción de 29.086 medidas de cebada a lo largo de 37 meses. Utiliza una serie de pictogramas que constituyen una escritura parcial: no está destinada a conservar y transmitir poesías, plegarias o leyendas; es una escritura administrativa, burocrática. Kushim añade otros símbolos que según algunos arqueólogos significan que la cebada está destinada a la fabricación de cerveza. Finalmente, estampa su firma en la tablilla. Es la primera vez que aparece el nombre de una persona en un objeto, pero para lo que aquí nos ocupa lo más relevante es que esa tablilla es un ejemplo depurado del primer tipo de registro contable permanente del que tenemos noticia. Una invención que fue clave en una Mesopotamia que crecía imparable y que necesitaba ese artefacto para ser gobernada con eficacia.
Demos ahora un salto de 5.000 años. Sumeria ya ha desaparecido, pero los libros contables han continuado su larga marcha, sosteniendo los avances de la civilización y del libre comercio. En la actualidad, una superestructura formada por registros mercantiles y de la propiedad, notarías, empresas auditoras de cuentas, organismos centrales de supervisión y otros agentes legales sostiene un modelo de control y confianza bien establecido, cuyo objeto es garantizar la fiabilidad de los intercambios comerciales y patrimoniales entre entidades o personas y su reflejo fiel en los libros. Ha sido más que suficiente…, hasta que empezaron a surgir fisuras cuando la Red se expandió abarcándolo todo, creando nuevos tipos de activos negociables y cambiando las reglas del juego del proceso de intercambio.
Estamos en Londres: es 11 de marzo de 2021 en la casa de subastas Christie. Acaban de vender a través de la Red un activo digital por 69 millones de dólares. Es una obra del artista Mike Winkelmann / Beeple confeccionada a partir de 5.000 fotografías, un ejemplo de lo que se denominan Non-Fungible Tokens (NFT, piezas o bienes no fungibles). Cualquier activo digital no deja de ser una secuencia de bits con una estructura definida. Beeple afirma que esa secuencia –la representación digital de su cuadro– es un original único del que es autor y legítimo propietario, que no ha generado copias del mismo ni ha sido manipulado después de concluirlo. Por eso decimos que es un bien no fungible: no se consume o agota con su uso, no se puede fragmentar, no puede ser reemplazado por otro equivalente; solo puede ser transmitido.
Un NFT, como el cuadro de Beeple, es algo por lo que los miembros de una comunidad de coleccionistas están dispuestos a pagar sumas relevantes, siempre que haya pruebas suficientes y visibles de su singularidad e integridad, y que se pueda trazar la secuencia de poseedores, desde el creador inicial del objeto hasta el que lo pone a la venta. Así que los NFT son en realidad un artificio tecnológico que permite convertir algo que por su propia naturaleza es fácilmente copiable y manipulable –una secuencia de bits– en un objeto único y escaso. Como tal, se pueden utilizar para comerciar con cualquier creación susceptible de ser conservada digitalmente: cuadros, fotos, cromos de deportistas o canciones, entre otras.
Es un tipo de negocio que depende, como muchas iniciativas anteriores, de la solución a un problema: cómo dejar constancia indubitable de la propiedad y la unicidad de un bien digital, y de que su venta o transmisión a otra persona o entidad se ha producido de forma fehaciente, pero –y esto es lo importante– sin apoyarse en el modelo de confianza convencional porque ahora vivimos en un mundo Red. Un mundo masivamente conectado, sin un centro de control o dirección identificable, en el que participantes que no tienen por qué conocerse ni confiar mutuamente entre sí negocian el intercambio de secuencias de bits garantizando su integridad. Y lo quieren hacer basándose exclusivamente en mecanismos compartidos de verificación, sin recurrir a una autoridad externa que dé fe y valide la operación. Justamente es en este punto donde emerge la tecnología blockchain como nueva escritura administrativa, nuevo punzón, nueva tablilla de arcilla a la altura de las ambiciones y necesidades de un mundo Red.
Un blockchain o cadena de bloques es un tipo de libro contable de naturaleza exclusivamente digital (es decir, hablamos siempre de software) y completamente descentralizado en el que es posible registrar todo tipo de intercambios de información entre dos partes. Es decir, su uso no está limitado a los NFT. Un blockchain no entra en la naturaleza de la secuencia de bits: podemos registrar la autoría de un NFT; una operación de compraventa de un activo; un intercambio de paquetes de energía entre dos empresas de distribución eléctrica; o los datos de contaminación de un grupo de estaciones meteorológicas. Cabe cualquier cosa representable digitalmente (que en un mundo Red viene a ser todo) de la que se quiera dejar constancia de su estado.
Por eso hablamos de «un» blockchain y no de «el» blockchain: no existe un único y universal registro contable (aunque a algunos les gustaría). Se pueden crear tantos como comunidades interesadas en intercambiar secuencias de bits puedan existir y lleguen a los correspondientes acuerdos. Algunas comunidades están formadas por dos o tres entidades y son de naturaleza privada y cerrada; y otras, por cien millones de personas y son públicas y abiertas. Estas últimas son, obviamente, de las que se habla más en los medios. Algunos blockchains son meramente registrales y otros permiten, además, el pago en alguna criptomoneda del bien intercambiado (es el caso de los NFT, que habitualmente utilizan el blockchain de la plataforma Ethereum, con pagos en Ethers). Eso sí, todos los blockchains se basan en los mismos elementos tecnológicos.
El nombre de esta invención, cadena de bloques, proviene de la estructura peculiar del registro: un bloque recoge un lote determinado de intercambios validados y verificados (denominados, habitualmente, transacciones); los bloques, una vez cerrados y firmados electrónicamente, se van engarzando secuencialmente en una cadena, en la que cada uno de ellos mantiene un enlace inalterable, y también firmado, con el precedente. La cadena crece de forma continua porque un blockchain mantiene todas las transacciones realizadas desde el origen de la comunidad (pueden ser 1.000 o 1.000 millones). Así que la cadena es una «cadena de propiedad». En otros términos, cada uno de los bloques vendría a ser la versión electrónica de una página de un libro contable diario firmada; la cadena completa corresponde al libro en sí, en el que las páginas están numeradas de forma correlativa y no se pueden alterar. Parece que no hay nada particularmente destacable, ¿no?
En realidad, esa percepción surge de que solo estamos considerando la parte visible del iceberg: el intríngulis de un blockchain radica en su maquinaria «sumergida», responsable del trabajo sucio: identificar a los participantes, verificar la propiedad del activo intercambiado, decidir si la operación es válida, firmar los bloques de operaciones, generar el enlace en cadena, hacer llegar una copia fidedigna del libro a todos los participantes, mantener su integridad frente a posibles ataques maliciosos. Resumiendo, todo lo que hace que los participantes acepten que lo apuntado en ese registro es inalterable, inatacable y no se puede repudiar. Esta maquinaria no la manejan personas, es puramente software, y se ejecuta de forma automática en los ordenadores de los participantes en un blockchain dado, explotando al máximo los avances en tecnologías de la información y las comunicaciones de las últimas décadas. Porque, recuérdenlo, no queremos recurrir a los fedatarios públicos y registros oficiales al uso.
Ya supondrán que el detalle técnico de todo eso no es trivial y da para llenar libros y libros, que la gran mayoría considera igual de aburridos que los libros contables; en compensación, como hemos comentado, su conocimiento permite, en los tiempos que corren, encontrar empleo de forma inmediata. Baste mencionar aquí, para los cafeteros, las tres piezas clave:
1) Los aspectos relacionados con la identificación de los participantes, la firma de las transacciones, el cifrado de los datos, las verificaciones, etc. se manejan utilizando masivamente la criptografía de doble clave o asimétrica (en forma similar a cómo funciona el DNI electrónico).
2) Los ordenadores de los participantes en un blockchain se comunican típicamente entre sí a través de la Red utilizando los denominados protocolos P2P (peer-to-peer), lo que implica que no hay un centro de control o coordinación y todos son iguales: todos disponen de su copia del blockchain, que se sincroniza con el resto de las copias periódicamente.
3) Las posibles discrepancias que se puedan dar en un momento determinado entre las diferentes copias porque alguien ha añadido en la suya una nueva operación pendiente de ser validada o, por ejemplo, por una manipulación interesada de una de las copias por parte de un atacante, se resuelven utilizando una variedad de procedimientos que se agrupan bajo el nombre de algoritmos de consenso (hay una variedad de ellos donde elegir).
No quiero abusar de su paciencia y su tiempo, por lo que no me extenderé más en las posibilidades que abren los blockchains. Sus defensores más pragmáticos sostienen que estas tecnologías son valiosas porque –y aquí vienen los eslóganes– simplifican, abaratan y facilitan las transacciones comerciales a través de la Red, al eliminar agentes en el proceso y así «desintermediar» (término mágico donde los haya en la jerga de los tecnoemprendedores) la negociación, sin mayores consideraciones respecto a potenciales conflictos. Pero como sucede en toda innovación tecnológica con pretensión de cambiar aspectos relevantes de nuestras vidas, el volumen de escépticos y críticos es notable, y tienen razones bien fundadas para ello.
Hay muchos debates abiertos en torno a los problemas legales, éticos, económicos que puede plantear su uso generalizado. Casi siempre están relacionados con los blockchains de tipo público y abierto. Un ejemplo: ¿qué marco legal ampara las posibles disputas si la tecnología fracasa a la hora de alcanzar un consenso entre los participantes o de proteger la integridad de la cadena, como ya ha ocurrido en algunos casos? Otro más: hay algoritmos de consenso extremadamente complejos y muy costosos de desplegar (el caso más conocido es el del Bitcoin), que suponen un consumo energético brutal porque su ejecución requiere de supergranjas con decenas de miles de ordenadores.
Y hay un debate de mayor calado que tiene que ver con el cambio en el modelo de confianza que supone este mecanismo de registro contable. Algunos de sus promotores más entusiastas y flamígeros se suben a la grupa de un discurso «ciberlibertario» contra el supuesto monopolio actual de la confianza: el blockchain permitirá rescatarla de las garras de los perversos organismos, notarios, auditores, abogados, bancos, etc. que la gestionan en la actualidad para entregársela a la tecnología salvadora (criptografía asimétrica + protocolos P2P + algoritmos de consenso). Para los escépticos este es un ejemplo más de «la locura del solucionismo tecnológico», omnipresente en el Valle del Silicio: pretender resolver todos nuestros problemas y cambiar el mundo con herramientas supuestamente neutrales, «democráticas», pero que pueden ser muy opacas, complejas y no siempre tan fiables como prometen. Y que pueden abrir subrepticiamente la puerta a monopolios más dañinos y peligrosos.
Por eso, si alguno de ustedes ha sido capaz de aguantar hasta este punto y ahora me preguntase, para concluir, si se puede confiar en un blockchain, yo, después de unos segundos de intensa concentración y poniendo cara de consultor concienzudo y solvente, le respondería: «Mmmm…, depende». Y le cobraría en bitcoins tan esclarecedor consejo.